jueves, 28 de agosto de 2008

SANTA ROSA DE LIMA

Santa Rosa de Lima nació el 30 de abril de 1586 en la vecindad del hospital del Espíritu Santo de la ciudad de Lima, entonces capital del virreinato del Perú. Su nombre original fue Isabel Flores de Oliva. Era una de los trece hijos habidos en el matrimonio de Gaspar Flores, arcabucero de la guardia virreinal, natural de San Juan de Puerto Rico, con la limeña María de Oliva. Recibió bautismo en la parroquia de San Sebastián de Lima, siendo sus padrinos Hernando de Valdés y María Orozco.


Rosa de Lima, la primera santa americana canonizada, nació de ascendencia española en la capital del Perú en 1586. Sus humildes padres son Gaspar de Flores y María de Oliva.
Aunque la niña fue bautizada con el nombre de Isabel, se la llamaba comúnmente Rosa y ése fue el único nombre que le impuso en la Confirmación el arzobispo de Lima,
Santo Toribio. Rosa tomó a Santa Catalina de Siena por modelo, a pesar de la oposición y las burlas de sus padres y amigos. En cierta ocasión, su madre le coronó con una guirnalda de flores para lucirla ante algunas visitas y Rosa se clavó una de las horquillas de la guirnalda en la cabeza, con la intención de hacer penitencia por aquella vanidad, de suerte que tuvo después bastante dificultad en quitársela. Como las gentes alababan frecuentemente su belleza, Rosa solía restregarse la piel con pimienta para desfigurarse y no ser ocasión de tentaciones para nadie.



A los cinco años un hecho insignificante en apariencia le hace
ver su verdadera vocación. Mientras juega con su hermano Fernando, el mayor, éste le tira lodo en sus cabellos y ella se molesta. Fernando le explica que “los cabellos eran redes que enlazaban las almas incautas de los mozos”. Se compromete ante Dios a conservar perpetuamente la castidad. Se priva de comer frutas; ama la soledad, pasa el día en el huerto y se corta el cabello a imitación de Santa Catalina de Sena.

miércoles, 13 de agosto de 2008


Historias Urbanas
La mariposita
Un relato sobre la importancia del esfuerzo y el sacrificio en nuestra vidaUn día, una pequeña abertura apareció en un capullo. Un hombre se sentó y observó a la mariposa por varias horas y como ella se esforzaba para que su cuerpo pasara a través de aquel pequeño espacio. Entonces parecía que se había dado por vencida pues no se veía ningún movimiento y no parecía hacer ningún progreso. Por el contrario, parecía que había hecho más de lo que podía y aun así no conseguía salir. Entonces el hombre decidió ayudarla. Tomo una tijera y con ella cortó el capullo para que la mariposa pudiese salir. La mariposa salió con una gran facilidad. Pero su cuerpo estaba atrofiado, muy pequeño y con las alas maltratadas. El hombre continuó observando a la mariposa porque esperaba que en cualquier momento sus alas se fortalecieran, se abrieran con fuerza y fueran capaces de soportar su peso afirmándose con el tiempo. Pero nada pasó. En realidad, la mariposa pasó el resto de su vida arrastrándose con el cuerpo atrofiado y con las alas maltratadas y encogidas. Nunca fue capaz de volar. Lo que el hombre en su gentileza y deseo de ayudar, no comprendía era que el capullo apretado y el esfuerzo necesario para salir por el pequeño agujero era el modo en que Dios hacía que el fluido del cuerpo de la mariposa fuese hacia sus alas de modo que estuviera lista para volar una vez que hubiese salido del capullo. Así, algunas veces es el esfuerzo lo que justamente necesitamos en nuestras vidas. Si Dios nos dejase pasar por la vida sin ningún esfuerzo, sin ningún obstáculo, nos dejaría "incapacitados", "discapacitados", "inválidos". No seríamos tan fuertes como podríamos haber sido. Y nunca podríamos volar.